– Mamá, ¿por qué has dado dinero a esa señora?
Marina se queda helada, no se esperaba esa pregunta de su hijo. La señora en cuestión le alarga un papelito blanco y le dice: “Aquí tiene el ticket de su donación”. Leo sigue observándola con las cejas arqueadas de forma interrogativa, esperando una respuesta. Marina no sabe qué hacer: ¿Desvía el tema de conversación? ¿Le miente? ¿Le explica que todo esto le ocurrió a una amiga suya? Le gustaría contarle la verdad, pero, para ello, antes debería hablar con su padre…
– Es para una causa en la que creo.
La misma mirada de curiosidad insatisfecha, de querer llegar hasta el final. No será fácil convencer a Leo de olvidarse del asunto.
– ¿Qué causa?
– Bueno… es para el autismo. Este mes, si compras en el Caprabo, puedes donar 10 céntimos para el autismo. Es algo simbólico, pero para mí es importante.
– ¿Y qué es el autismo?
Marina suspira, resignada, y procede a explicarle a Leo algunos conceptos básicos del autismo; la rigidez cognitiva, la tendencia al pensamiento dicotómico -de “todo o nada”, para que Leo, un niño de 14 años, pueda entenderlo-, la preferencia por las rutinas y rituales fijos, la comprensión literal de los mensajes… Poco a poco, la expresión de Leo va pasando del interés inocente y genuino por ese tema a una cara de consternación y de disgusto, de tristeza culpable, de profecía autocumplida. Levanta sus ojos marrones asustados hacia su madre.
– Mamá, yo soy autista, ¿verdad? Acabas de describirme.
Una sombra de duda en los labios de Marina, que se contraen por un breve segundo, y el recuerdo del padre de Leo: “No le digas nada al niño sin mi consentimiento”.
– Yo soy autista, Leo. Pero no te asustes, no es nada malo. ¿Te acuerdas de aquella noche cuando salimos a cenar con mis compañeros de Specialisterne?…
Leo lo recuerda perfectamente: todos iban vestidos con el mismo uniforme azul oscuro, contaban chistes en diferentes idiomas, se reían y abrazaban mientras comentaban sus planes del fin de semana. Uno de ellos le dejó la Nintendo Switch y estuvieron jugando juntos al Mario Kart mientras comentaban cuáles eran sus coches de carreras favoritos. Otro les invitó -a él y a su madre- a ir a su casa de la Costa Brava en verano. Otros dos o tres de ellos le recomendaron cómics y series de anime adecuados para su edad, porque “Junji Ito es demasiado oscuro, pero no te preocupes, todo llegará”. Acabaron la noche tomando un Nestea en una terraza de un hotel cercano, bailando el Paquito el Chocolatero al ritmo de un DJ local, que hacía versiones de canciones canónicas y las mezclaba con soft house. Antes de irse, uno de ellos le prometió que le regalaría su primer libro de Junji Ito en su próximo cumpleaños, ante la mirada de desaprobación de su madre, que lo consideraba un autor “demasiado oscuro para cualquier edad”.
– Sí, mamá, claro que lo recuerdo. Fue uno de los mejores días de mi vida.
– ¿Sí? Pues todos ellos son autistas.
Leo se detiene en seco, justo en la entrada del súper, y un señor tiene que hacer un derrape de 180 grados con el carro de la compra para no chocarse con él.
– Pero… pero yo pensaba que las personas autistas no hablaban, ni sonreían, ni tenían sentido del humor, ni compartían hobbies con los demás. Quizá suena un poco feo decir esto, pero me los imaginaba todo el día en sus casas con sus auriculares de cancelación de ruido, encerrados en su mundo.
– Pues ya ves, todas las personas autistas son diferentes. Algunos necesitan más o menos apoyo, pero todos tenemos nuestras virtudes y defectos, como todo el mundo. Ya te lo explicaré algún día con más calma.
Marina y Leo se dirigen hacia su casa en la Barceloneta. Leo está extrañamente feliz; va dando saltitos por la calle y le cuenta anécdotas de esa noche inolvidable a su madre, como si ella no hubiera estado allí, para rememorar esos momentos juntos una y otra vez. Marina sonríe para sus adentros y piensa que deberá hablar con el padre de Leo antes de lo que pensaba, pero, de momento, prefiere disfrutar de la compañía de su hijo mientras el sol de la tarde les permita darse un chapuzón en la piscina del barrio antes de que anochezca.